El hombre me condujo emocionado a la pieza de su anciana madre. La habitación era vasta y casi vacía. Y desnudos sus cuatro muros, blanqueados con cal. Una sola ventana la iluminaba. En lo alto de la pared, pequeña, con un solo postigo entreabierto y pintado de verde, proyectaba sobre el piso color naranja una cruda mancha de luz. La silueta de una camilla de hierro con evidentes signos de cansancio se recortaba como un esqueleto sobre una de las paredes de la habitación. Desde este marco, dos pequeños ojos negros sumergidos en un puñado de arrugas me observaban intensamente. Era la viejecita. Su rostro se hundía en el hueco de la almohada. El resto de su cuerpo se adivinaba apenas bajo una sábana inmaculada y entre los resplandecientes colores de una manta regional. Los pequeños ojitos se fijaban en mí con tan penetrante desconfianza que ni mis mejores sonrisas ni mis palabras más afectuosas lograban quebrar. De una viga del techo, justo sobre la cabeza de la viejecita, colgaba una bicicleta. Era el único “mobiliario” de la habitación, además de la cama de hierro. Me parecía estar dentro de un cuadro de Salvador Dalí.
Mientras tanto trataba de tranquilizar a la buena abuelita diciéndole que yo era el “padrecito” que el Buen Dios le enviaba para invitarla a una gran fiesta exclusivamente preparada para ella, al otro lado de la montaña. Esto era más o menos lo que le decía: “¿Sabes abuelita, allí siempre se está bien, todo es agradable. No más enfermedad, no más penas, no más lágrimas, no más muerte. Allí no se pone nunca el sol y tampoco quema. Todo es placentero de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Es allí donde vive el Buen Dios. Tú lo sabes. Él es al mismo tiempo padre tierno y madre dulce. Es el Gran Dios y es Pachamama. Es Sol y Flor. Es Danza y Canción. En ese lugar hay grandes cantidades de vicuñas, llamas, cabritas y gordas ovejas. Arroyos de agua clara riegan praderas que son grandes como el mar, de un verde luminoso y siempre sembradas de flores. Allí crecen árboles inmensos y plantas cuyos frutos producen “agua a la boca” y se comen todos los días los manjares más exquisitos. Además allí todos se aman y la felicidad desborda por todas partes. Se cantan coplas extremadamente divertidas y se bebe una chicha fabulosa que, sin emborrachar, mantiene el corazón siempre de fiesta.”
Con las cejas más fruncidas aún, sus dos ojitos me miraban con acrecentada desconfianza. Había fracasado totalmente. La abuela no se dejaba convencer. Desistí entonces y permanecí un buen rato silencioso. Finalmente le dirigí estas palabras. “Perdóname abuelita. Me miras con desconfianza porque ya no estás aquí. Has llegado ya al país del que te hablo. Pero lo que tú estás viendo allí no es como lo que yo te cuento: estás descubriendo que es infinitamente mucho más bello… Mi pobre lenguaje humano no significa nada para ti. Tú estás viviendo ya junto a los pájaros del cielo y tu corazón escucha músicas que nadie puede imaginar de este lado. Ahí está tu bicicleta, abuelita. Te está esperando. Inicia tu vuelo. ¡Buen viaje, y que el gran Dios te lleve con su bendición! Allí arriba ruega, abuela, por nosotros. Pídele a Dios que nos enseñe a ser menos malos y un poco más cuerdos”.
Con estas palabras, me retiré. La nuera me acompañó hasta la puerta. Lloraba. Le dije: “No has dejado de llorar un instante, ¿Querías mucho a tu suegra?” “Oh, sí”, me respondió, “me ha amado más que mi propia madre, que era muy buena también.”
Esa misma noche, la buena abuelita partió sin hacer ruido, montada en su bicicleta.